Barcelona — Hace algunos años, una amiga me propuso una relación abierta. No supe qué decir. O, mejor dicho, supe perfectamente lo que sentía: miedo. Miedo a perderla, miedo a no entender, miedo a salir herido. Dije que no, y no fue un no moral, sino un no existencial. No comprendía cómo podía coexistir el amor con la posibilidad de otros amores.
Hoy, esa misma pregunta —¿funcionan las relaciones abiertas?— está en el centro de una conversación global sobre el amor, la libertad y la identidad. De los cafés de Brooklyn a los bares de Berlín, pasando por las terrazas de Madrid, cada vez más personas se preguntan si la monogamia es la única vía legítima para amar.
La revolución discreta del amor libreEn su definición más sencilla, una
relación abierta es un acuerdo consensuado entre personas que deciden mantener un vínculo amoroso o romántico mientras se permiten otras relaciones —sexuales o afectivas— sin que esto se considere una infidelidad.
El término forma parte del amplio paraguas del
amor libre, una corriente que reivindica la honestidad emocional y la autonomía afectiva. “Se trata de renunciar a la idea de propiedad sobre el otro”, explica la filósofa argentina
Marina Ferrario, autora de
Amor sin jaulas (2018). “No significa amar menos, sino redefinir los límites de lo que entendemos por amor.”
En otras palabras, el amor libre no se trata de tener muchas relaciones, sino de tener relaciones transparentes.
La promesa y el vértigoQuienes defienden este modelo aseguran que las relaciones abiertas son una forma madura de vivir el deseo. Que permiten explorar la sexualidad sin romper la confianza. Que favorecen la comunicación, porque obligan a decir aquello que normalmente se calla.
Pero la teoría rara vez sobrevive intacta al roce de la realidad. Celos, inseguridad y miedo son emociones que inevitablemente emergen. Según una encuesta reciente del
Kinsey Institute, solo el 20 % de las personas que intentan una relación abierta la mantienen más de dos años sin volver a la monogamia.
“Lo más difícil no es compartir el cuerpo, sino compartir el significado”, señala la psicóloga mexicana
Diana Pineda, experta en vínculos contemporáneos. “Cada encuentro con otra persona reconfigura el sentido de la relación principal. Si no existe un suelo emocional sólido, todo se tambalea.”
Un pacto que exige más comunicación, no menosParadójicamente, quienes practican las relaciones abiertas suelen tener normas más estrictas que las parejas monógamas. No se trata de “todo vale”, sino de
todo se habla. Cuándo, con quién, cómo, qué contar y qué no.
“Una relación abierta no salva una pareja”, advierte Pineda. “Al contrario, puede ser su prueba más dura.” Solo puede funcionar si la confianza está firmemente construida antes de abrir la puerta.
Por eso, los terapeutas coinciden en tres pilares esenciales:
- Estabilidad previa: abrir una relación inestable solo amplifica el caos.
- Acuerdos claros: la libertad necesita estructura.
- Cuidado emocional y sexual: sin salud y respeto, la apertura se vuelve riesgo.
La paradoja de la libertadEn el fondo, esta conversación revela una tensión más profunda: el deseo de libertad frente al deseo de pertenencia.
Vivimos en una época que celebra la independencia, pero seguimos anhelando el refugio de un vínculo seguro. Queremos amar sin ataduras, pero tememos que la libertad del otro nos excluya. Quizá las relaciones abiertas son el intento más reciente de reconciliar esas dos fuerzas contradictorias del alma humana.
El sociólogo británico
Anthony Giddens lo describió como el “amor confluente”: un amor que se mantiene mientras ambas partes lo eligen activamente, no porque la tradición lo imponga. Es el amor de una era sin certezas eternas, pero con deseo de autenticidad.
Entonces, ¿funcionan?La respuesta, como casi siempre, es:
depende. Depende de quién eres, de qué buscas, y de si eres capaz de sostener la transparencia radical que este tipo de vínculos exige.
Lo que sí parece cierto es que las relaciones abiertas han ampliado el mapa del amor. Han introducido nuevas conversaciones sobre los celos, la confianza y la autonomía. Nos obligan a mirar de frente lo que antes se escondía tras la palabra “fidelidad”.
Quizás el mayor cambio no está en las relaciones, sino en nuestra manera de entender el amor: menos como una posesión, más como una elección continua.
“Solo podemos aprender a amar amando”, escribió Iris Murdoch. Tal vez las relaciones abiertas no sean la respuesta definitiva, pero sí una nueva pregunta que nos recuerda que amar, siempre, es una forma de aprender.